relato extraído del libro: Retazos de un Mundo Imperfecto
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I
LA ADIVINADORA destapó, una a una, las cinco cartas que había elegido momentos antes aquel hombre. Las figuras de las cartas quedaron boca arriba, dando forma a lo que se conoce como cruz celta. Después de un largo silencio, la adivinadora comenzó a hablar.
–No sé, hummm… no sé… –dudó.
La adivinadora repitió lo que ya le había dicho en la sesión anterior, la pasada semana. Igual que entonces, le dijo que seguía sin estar segura del vaticinio: se le planteaban ciertas dudas…
–Quizá, lo mejor sería que volviera a barajar y eligiera cinco nuevas cartas –sentenció con cierto resquemor.
El hombre recogió en un taco todas las cartas, las removió y, cuando creyó estar seguro, procedió de nuevo a separar cinco. Era la tercera ocasión que lo hacía aquella tarde. Hacía rato que el hombre había comenzado a pensar que la adivinadora no se atrevía a decirle la verdad, el mensaje que las cartas transmitían sobre su futuro.
La adivinadora le venía leyendo las cartas a aquél hombre, con regularidad, desde hacía un mes. Acudía todas las semanas, el mismo día, a la misma hora. Y lo cierto era que en las dos últimas sesiones no le había dicho toda la verdad. Y no había sido porque no se hubiera atrevido, sino más bien porque no veía con claridad el significado que las cartas escondían. Además, no le conocía lo suficiente. Desconocía muchos detalles de su vida íntima. Ni siquiera sabía su nombre. Sin conocer los necesarios detalles personales mínimos, le costaba relacionar lo que decían los arcanos con los acontecimientos que el futuro le deparaban. Siempre se mostraba hermético, con la mirada huidiza y ensombrecida por una imagen que le era imposible descifrar, a sus ojos zozobraba entre la huraña timidez y en un retraimiento que le resultaba insondable.
–Necesitaría que me dijese si tiene usted algún… problemilla con sus relaciones –dijo la adivinadora, que no sabía por dónde comenzar.
–¿Problemilla? –respondió él–.
–Mire –dijo la adivinadora con gravedad–, llevo algunas semanas intentando entender qué dice realmente cada tirada que usted hace, y eso es porque no alcanzo a saber si lo que aparece dibujado en su futuro es o no es una buena noticia. En las tiradas de hoy, como en la de la semana pasada, siempre aparece un abandono, alguien le abandona, alguien muy próximo a usted, una relación personal.
–¿Un abandono? –preguntó él, como si los interrogantes fuesen casi una afirmación.
–Eso dicen las cartas. Algo que se acaba, una unión que termina, pero que no termina de terminar, no sé si me explico. ¿Está usted casado?
–Sí –respondió.
–Supongo que no pasan por buenos momentos, ¿verdad? –dijo la adivinadora. ¿Tiene usted un amante? –preguntó conteniendo la respiración.
El hombre, a pesar de que la adivinadora le miraba con las cejas enarcadas, en claro gesto de interrogación, no contestó.
La pequeña sala en la que la echadora de cartas desarrollaba sus sesiones permanecía ahora en silencio. La adivinadora se levantó y descorrió los tupidos visillos que ocultaban la luz de la mañana. El hombre no apartaba la vista de las cartas, que aún permanecían sobre la mesa, flanqueadas por dos velas blancas que aunque encendidas, apenas iluminaban ya, pues quedaban suspendidas por el resplandor del día. El paisaje que dibujaba la sala, ahora, no parecía ni tan reservado ni tan misterioso. A pesar de ello, el hombre continuaba observando las figuras de las cartas, ajeno al resto y como si quisiera entender el significado de los dibujos del juego de arcanos mayores que reposaba sobre la mesa.
–¿Hay alguna solución? –preguntó el hombre.
La adivinadora había escuchado tantas veces esa pregunta que tenía varias respuestas pensadas de antemano para poder consolar a los que no eran portadores de un destino cómodo. Pero en aquel caso, con aquél hombre, prefirió no utilizar ninguna de esas frases construidas que decían que el futuro no se puede cambiar o que el futuro no es inamovible por su propio concepto: nadie sabe si el porvenir se puede cambiar porque que se sepa y a nuestros efectos el porvenir solo sucede una vez. En aquella ocasión, la adivinadora, optó por callar.
El hombre, como si llevase tiempo esperando la oportunidad, dijo:
–¿Hace usted brebajes de amor?
La adivinadora pensó si lo que aquel hombre necesitaba realmente era un brebaje que enamorara o lo que de verdad necesitaba era que terminara de toparse con esa realidad ambigua que le perfilaba un futuro incierto. Alguien parecía abandonarle, lo decían las cartas, aunque también enviaban un mensaje contradictorio, que no lograba traducir en palabras. Algo así como un final inacabado.
–¿Lo tiene o no lo tiene? –preguntó.
La adivinadora, sin palabras, le contestó afirmativamente. Accedió a proporcionarle, en menos de veinticuatro horas, una pócima que reuniera las propiedades deseadas: enamorar.
II
Al día siguiente, por la tarde, el hombre ya tenía en su bolsillo un pequeño tubo de cristal que contenía un líquido de color marfil, denso y opaco. Según las palabras de la adivinadora, aquél frasquito contenía un brebaje capaz de enamorar. Le advirtió que tenía que tener en cuenta que ninguna pócima ofrece resultados por sí sola. “La persona que beba ésta pócima frente a usted, caerá rendida a sus pies, pero, créame, para que sea efectivo cualquier hechizo debe acompañarse de buena voluntad”, dijo la adivinadora. “Recuerde eso siempre: buena voluntad”.
Mientras caminaba calle abajo, rumbo a su cita, acariciaba entre los dedos el pequeño frasco de cristal y no terminaba de creer lo que también le había dicho la adivinadora: “Sus efectos pueden ser inmediatos”.
III
Había quedado con su amante en verse aquella misma tarde. Ella le había dicho por teléfono que tenían que hablar. Debía decirle algo que no podía esperar. El hombre tuvo que inventar una nueva excusa para que su mujer no se intranquilizara y no siguiera hilvanando las lógicas elucubraciones por las que transitaba su intuición. Cada vez se acumulaba un número mayor de ausencias difíciles de justificar. Quizás le delatara su mirada huidiza y desamparada ante el complejo de culpa, quizás le delatara el temor también desamparado ante la falta por el acto infiel.
Acordaron encontrarse en la terraza de una cafetería a la que solían acudir y que estaba lejos de cualquier parte: lejos de la oficina, lejos de casa y lejos de posibles delaciones.
Se levantó y salió a su encuentro, pues él ya se encontraba sentado en la terraza, esperándola. Eva, tal era su nombre, traía el gesto forzado, muy serio, y rehuía que sus miradas pudiesen encontrarse durante más de dos segundos.
–Lo nuestro tiene que terminar. Lo sabes igual que yo –dijo Eva.
Él, de algún modo, llevaba algún tiempo esperando escuchar esas palabras. Esas palabras que la adivinadora, al leer las cartas, no sabía dónde colocar, ni con qué orden, ni con qué sentido. Cuando le dijo que tenían que hablar… En fin, cualquiera lo hubiera sabido.
La amante le intentó explicar porqué se precipitaba sobre ellos la ruptura. Utilizó muchas palabras para decir algo que ambos ya conocían. Le repitió viejos tópicos que hablaban de pasiones agotadas, de cansancio. Eva creía que era mejor acabar así, en ese momento, cuando aún eran capaces de decirse cosas el uno al otro, sin caer en la frustración de la enemistad. Eva le cogió la mano, que tenía cerrada y apoyada sobre la mesa, y la apretó imprimiendo algo de fuerza que se podía traducir como aliento, como ánimo cordial. Él, en su mano cerrada, tenía el pequeño frasco que la adivinadora le había entregado apenas hacía una hora.
Eva se marchó al lavabo. Se levantó con cierta parsimonia de la mesa y caminó con paso tranquilo y sereno. Desde el mismo momento en que le había anunciado su ruptura, su estado de ánimo había cambiado, había mejorado. El rostro de la amante parecía apaciguado, mientras que el de él, daba la sensación de estar ausente, perdido, meditabundo. Eva sabía que una vez que le dijera que no podían continuar con su relación, sentiría una especie de liberación, se habría quitado el peso de encima. Y así fue. “Siempre hay que saber cuándo las cosas terminan. Igual que empiezan, terminan”, se decía mientras miraba el aspecto que le devolvía el espejo del baño. “Un aspecto inmejorable”, pensó.
Entretanto, él, continuaba sentado. Permanecía con la mano cerrada, ocultando a la vista el frasquito que contenía aquel extraño líquido del color del marfil. Mientras el camarero terminaba de servir las dos nuevas bebidas que él había pedido momentos antes, pensó en todas las posibilidades que tenía ante sí. Su mirada iba y venía, se debatía entre el vaso y el frasquito de cristal. Miró alrededor para comprobar que nadie le observaba. Volvió a mirar el frasco y lo descorchó, cuando estaba a punto de derramar el líquido sobre el vaso de su amante, algo le empujó a detenerse. De pronto acertó a preguntarse si realmente aquella mujer alguna vez habría estado enamorada de él. Se preguntó si la insensatez que iba a cometer era producto del amor. Una idea, quizás más insensata que la de embriagar a su amante con un elixir para enamorarla, le levantó de la silla. Guardó el frasquito en su bolsillo, dejó dinero para pagar las consumiciones y se marchó. Cuando salía por la puerta vio que la que, en esos momentos, ya era su ex–amante se dirigía de nuevo a la mesa. Eludió el encuentro y se marchó.
Cuando llegó a casa, su mujer cenaba en el salón, frente al televisor. Saludó desde la lejanía y sin hacer demasiado ruido se encaminó hasta el dormitorio. Se cambió de ropa, llevando siempre consigo la pócima. Luego, fue a la cocina, sacó un vaso de cristal del armario y lo llenó de agua. Acarició, una vez más, el frasco de cristal que contenía el brebaje mágico capaz de enamorar. Producto de cierto nerviosismo, tuvo que aplicar su destreza para poder desenroscar el tapón de corcho y, cuando por fin lo consiguió, vertió de un golpe todo el contenido sobre el agua. Permitió que ambos líquidos se mezclaran hasta formar una espesa solución que comenzaba a emanar un fuerte olor a medicamento. En ese momento, llamó a su mujer. Le dijo que se acercara hasta la cocina. Cuando ella estaba casi junto a él, él no lo pensó, acercó el vaso a sus labios y comenzó a beber con el firme propósito de caer perdidamente enamorado ante ella.
Más información sobre Retazos de un mundo imperfecto:
RETAZOS DE UN MUNDO IMPERFECTO es una mirada al Mundo desde la óptica, tantas veces miope, del amor.
Vaya final!!! inesperado. Me ha encantado
Brutal. Me compro el libro, amigo tocayo!
Pues me ha gustado, y eso que no tenía muchas expectativas xq últimamente solo leo rolletes, pero tu relato me ha gustado, si señor.
Fenomenal relato. gracias!!