Se llama Salvatore Garau y ha tenido que leer uno de mis relatos. O no. ¿Quién sabe?
Salvatore ha vendido una escultura inmaterial por un valor de 15.000 euros. 😛
Bueno, yo escribí un relato que cuenta una historia demasiado parecida. Fue en uno de mis primeros trabajos periodísticos serios, incluso publicado en el eterno papel. En 2004. Vean las imágenes:
Por aquel tiempo lejano trabajaba en el periódico que ven sobreimpreso. La Visión de Georgia Newspaper. Se trataba de un periódico bilingüe, inglés y español, radicado en Georgia, claro, ese particular Sur estadounidense, país de auténticas oportunidades.
Ahora con Biden recién llegado, la verdad, no sé (sí, lo sé). Echemos la vista atrás, creo que hay más conflictos en el Mundo ahora en pocos meses que antes con el que creíamos más indeseable… Momento de reflexión… y lo que nos queda por ver 🙁
Al tiempo…
La cuestión es que escribía profusamente para ese diario. Dos artículos de opinión a la semana, bajo el lema «Tiempos modernos». Columnas donde me explayaba con los nudillos apretados, incluso contra la opinión de la editora (su marido trabajaba en la NBC o en la CBS, no sé, medio contrario ideológicamente al que yo trabajaba), pero me las aceptaba. Ole tú. Lo mismo hasta la convencía porque siempre he tratado de ser ponderado y ecuánime. Solo por una razón porque intentaba argumentar. Y así sigo, siguiendo el camino de mi perdición, el mejor camino. Fueron tiempos complejos, 11M mediante… Y yo era lo más parecido a un corresponsal en su redacción.
Bueno, a parte de todo eso, también escribía en el suplemento cultural. Una breve biografía, artículos de «interés», curiosidades y un relato semanal…
¡Ostia!, perdón por el improperio, pero era algo sangrante. Al principio bien, pero cuando llevas 30 semanas escribiendo un relato literario por obligación (pagaban mis facturas), llega un punto que pierdes la cabeza. Que sí, que soy escritor y todas esas mierdas, pero un auténtico escritor para sentirse libre no puede estar sometido a horarios y determinaciones.
Sea como fuere, cumplí con la tarea. De hecho, la mayor parte de los relatos de mis libros de retazos surgieron allí. Y sigo estando agradecido a esa presión porque forjaron un carácter que necesitaba la gasolina que un escribiente no encuentra en ningún surtidor más que en la necesidad y la obligación.
Aún recuerdo a la valiente Victoria Chacón, la «president» del diario, que me dio la oportunidad, precisamente por uno de mis relatos que la subyugó (Divino aburrimiento) y mi insistencia cuando no era nadie. No es que ahora lo sea, pero en aquel tiempo era menos que nada -quizá algún día lo cuente- y me salvó la vida. A la sección del relato la quiso nombrar «El rincón del búho». Nunca me gustó. Me parecía pretencioso. ¿Sabio? Me temo que no lo soy.
Bueno, sin desprenderme del tema principal de esta entrada, post, artículo… Les dejo con mi relato escrito en 2004 donde un artista sorprende al personal con una obra que es lo que parece o más bien al contrario… Salvatore, te aplaudo, has encontrado un par de tontos que corroboran que nos estamos yendo a la mierda, a poquitos o de golpe, para el caso es lo mismo.
«Nada es lo que parece»
El artista saboreaba una copa de vino mientras observaba cómo caía el Sol por la ladera. Pensó por enésima vez que desde su jardín se podía contemplar una magnífica puesta de Sol. Esperaba a su marchante, que además era su amigo. Llevaban veinte años trabajando juntos. Hacía algún tiempo que las cosas habían cambiado para el artista y por extensión para su representante, cuya fortuna dependía de la inspiración del genio. Y, una de dos, o la inspiración se había acabado o aquel tipo, que también era su amigo, ya no era el genio que tanto había dado que hablar.
Pero todo podía cambiar. Era posible que los acontecimientos y la mala suerte dieran un giro. Si el gran acontecimiento que se sucedería durante la noche salía bien, volverían los buenos tiempos de un solo golpe.
El atardecer se empotraba en el paisaje. El atardecer, en realidad, era el paisaje que todo lo abarcaba. Mientras caía la tarde en la ciudad, sucedían otras cosas, pero ante la vista del artista lo único que ocurría en ese momento era que el Sol se desplomaba lentamente; dándole la impresión que la luz se deshacía en el filo de la montaña, estremecida por la despedida del día.
El marchante entró con el diario de la mañana. Entró leyendo la noticia en voz alta y con una entonación medida: “Esta noche el gran artista, bla bla bla, presentará lo que él mismo ha denominado -La Obra nunca vista-, bla bla bla”. El artista escuchó las palabras de su amigo sonriendo ampliamente, pero sin intención de mostrar un gesto de triunfo. El artista prefería aparentar cierta distancia, como si con él no fuera el asunto. Pensaba que, incluso, eso, le hacía ganar la consideración de los demás.
Ya había leído la noticia varias veces a lo largo del día, y disfrutaba con ello, aunque la había leído en solitario, lejos de miradas que le importunaran mientras se deleitaba leyendo cómo hablaban de él, lo que sobre él contaban. Las palabras impresas parecían tener mucho valor, como si todo lo que se dijese y quedase escrito, convirtiera las cosas en ciertas. El artista había disfrutado con todo el revuelo que se había organizado. Y lo seguía disfrutando mientras contemplaba cómo caía el Sol por la ladera con una copa de vino en la mano. La sostenía como si no pesara y la movía haciendo que el líquido girara lentamente sobre sí.
El marchante se sirvió una copa de vino y se sentó. Notó el olor que desprendía el jardín de la casa del artista. Le gustó aunque no supo exactamente porqué. Ambos permanecieron en silencio. A veces bebían un sorbo a la vez, pero no se decían nada. El marchante miró al horizonte y le pareció que al sol le quedaba poco para terminar ocultándose tras la montaña. Sin pensarlo, se dirigió al artista, para decirle que le gustaba contemplar cómo atardecía desde su jardín, pero el artista tenía el pensamiento en otro sitio y no le contestó. El marchante dio otro sorbo a la copa y apartó la vista de la puesta de sol.
Cuando el artista hizo el anuncio, la noticia fue tomada con desconcierto. El artista, que ya había cumplido los sesenta, era un reputado pintor. Algo así, tan extraño, como una celebridad viva. Era una celebridad porque en el mercado del arte se había pagado mucho dinero por sus obras. De hecho, hubo un tiempo en que cualquier cosa que hiciera, se vendía. Fueron buenos tiempos y aunque no había trascurrido ni un lustro, a él le parecía que había transcurrido una eternidad.
En un par de días, la noticia había seguido un camino totalmente distinto, del desconcierto se pasó a algo muy similar a una debate de opinión. Unos se lo tomaron a broma. Otros, de verdad esperaban poder contemplar la Obra de Arte Definitiva, tal y como se había anunciado. Algunos editoriales de algunos periódicos opinaban que fuese lo que fuese aquella obra que el artista iba a presentar al público como mínimo ya había dado que hablar. Era toda una campaña publicitaria.
Casi al final de las dos semanas que mediaban entre el anuncio y la presentación al Mundo de la Obra, la noticia estaba casi pasando a un segundo plano de la actualidad, una lejana guerra se comía la actualidad y el público tenía la mirada distraída.
En cualquier caso, algunos siguieron la noticia con cierto interés, hasta que, pasados unos días, dejó de serlo. Dos semanas entre el anuncio y la presentación era mucho tiempo. Así se lo dijeron en la compañía de publicidad que el marchante se había empeñado en contratar para manejar los tiempos y crear la máxima expectación ante ese acontecimiento mundial: se iba a presentar la Obra de Arte definitiva.
Una gran parte de la gente pensaba que, sencillamente, eso era imposible, ¿cómo iba nadie a crear una obra que fuese definitiva? La gente se preguntaba qué sería: ¿un cuadro? ¿una escultura? ¿una combinación de ambos? Nadie, salvo el gran artista, conocía los detalles. Ni siquiera el marchante conocía el contenido de lo que tras unas cortinas esperaba ser presentado. El marchante le dijo al artista que prefería no saberlo. Lo que no se atrevió a decirle era si iba a ser capaz de esperar el momento.
Durante dos semanas agotadoras, el artista, se paseó delante de las cámaras, de emisoras de radio y en chats patrocinados por compañías internacionales. Las preguntas que le formulaban no eran demasiado originales, las buenas gentes querían conocer qué se ocultaba tras la mente del artista, cuál era el secreto. El artista, durante las dos semanas calló, no dijo ni una palabra, a pesar de que “todos” le insistían. Solo dijo que, durante la mañana del día de la presentación, haría público el título de la Obra. Y lo había hecho aquel mediodía.
El título era: “Es lo que parece”.
El título desconcertó a “todos” aún más. Y la Obra volvió a ser noticia.
En el mercado del arte, las obras que el artista había compuesto hacía años, subieron su precio. Antes no se vendían porque habían pasado de moda, ahora no se vendían porque eran demasiado caras.
Nadie más que el artista sabía que, en realidad, todo aquello era mentira. En realidad, él no había creado ninguna Obra Definitiva, ni siquiera ninguna obra nueva. De hecho llevaba cinco años en el dique seco. En un discutible golpe de ingenio, ideó hacer público que había creado la “Obra nunca vista” y eso era lo que iba a hacer esa noche, exhibir un espacio vacío como obra de arte. Enseñar la NADA. Esa sería, sin duda, la OBRA NUNCA VISTA.
Durante mucho tiempo, el artista no había tenido ninguna idea que le pareciera original y digna de llevar su firma. Se decía a sí mismo que para crear había que esperar. Las cosas no surgen solas, necesitan su tiempo, aunque en realidad, lo que ocurría era que en su cabeza solo había un enorme espacio en blanco, un espacio vacío al que ninguna idea acudía.
El artista pensó que, una vez presentada la nada como obra de arte, podría encontrar muchas personas que se sintieran cómplices de su extraña iniciativa. Su idea sería una pequeña revolución, una sátira, un sarcasmo; una metáfora. También tuvo tiempo de pensar que algunos podrían tomarlo como una burla, una mofa a la inteligencia y una forma de aprovecharse del ingenio de no hacer nada para triunfar. Por eso sabía que se tenía que servir de su reputación para que el Mundo le tomara en serio y siguiera respetándole. Una vez ganada la inmortalidad sería estúpido dejarla escapar.
Había ensayado muchos discursos, sus asesores no hacían otra cosa que seguir sus pasos para que aprendiera los gestos que debía hacer a la hora de explicarse en público; cómo medir los silencios; cómo convencer al estrado.
No les iba a hacer caso. El artista estaba convencido que lo mejor sería no preparar demasiado las palabras que por la noche pronunciaría ante una muchedumbre expectante. Diría algo así como que el espectáculo de contemplar un espacio vacío como Obra de Arte era una llamada de atención a su público. “Que el público decore con su imaginación ese hueco, ese vacío, y encuentre así la verdadera Obra de Arte”, pensó el artista. Eso diría.
El artista dio un sorbo a su copa de vino. Sintió un pequeño cosquilleo al presentir lo que dentro de unas horas sucedería. No sabía si estaba o no preparado. Una vez más pensó que era curioso ver atardecer desde el gran balcón de su casa. Miró de reojo a su amigo, el marchante. Ambos contemplaban cómo la luz del sol se difuminaba pasando del amarillo al naranja.
El marchante sin apartar la vista del horizonte, dijo:
-Se ve un hermoso atardecer desde tu casa… Aunque creo que ya te lo he dicho alguna vez.
Ninguno de los dos se percató de que frente a ellos se estaba representando una auténtica Obra de Arte. El sol exhalaba un último suspiro, porque la ladera de la montaña se tragaba lo que quedaba del día.